Las ramas que poco a poco rozan mis brazos me estremecen, oigo el ruido de las hojas rosáceas caer levemente al suelo, como gotas de agua en un lago. Muchas de ellas marchitándose con el paso del tiempo. Las almas de las memorias muertas permanecen en el aire, en silencio, pero con su presencia en el ambiente. Mi piel se estremece con el tacto rugoso de los temibles árboles, tan solo el olor de ásperos suspiros sonríen entre sombras y escondidos. Bajo el manto de flores permanecían mis recuerdos de quién había sido. Un pasado marchito. Y un futuro lejano pero ahora había que regresar, el ciclo aun no se había cerrado pero estaba a punto de hacerlo. Mis bucles se ondeaban más con el viento e incluso mi mirada parecía más viva. Pero no lo era.
La muerte me hacía crujir en mi interior, mis órganos desechos, el rencor de mis sueños incumplidos y anhelos desprovistos de despertares bajo las cadenas perpetuas de muchas palabras.
Y allí estaba.
El camino a casa lleno de realidades desconocidas, mi corona de flores parecía débil, sin energía.
Y el suelo se desquebrajaba bajo mis pies, tenía miedo. Dos mundos distintos, ninguno parecía pertenecerme.
Voy hacia donde recorren mis manos, el abismo no es inmenso, ya no.
Mi vista se torna borrosa en el horizonte y mi vida flota entre las nubes. Mis cuencas se cierran.
Mi alma vive libre, trazando una línea entre el suelo y el cielo. Mi débil vestido blanco cae y mi cuerpo es olvidado, cubierto por los tristes años que transcurrirían.
Silencio.
Una flácida luz a lo lejos.
Un suspiro.
Silencio.